miércoles, 24 de septiembre de 2008
5/5/2006
Lo agregó y empezaron a hablarse. Primero se encontraba perturbado por algo en ella. Horas de diálogo aflojaron tensiones anímicas, no ráfagas de empatía praxial vía cultura. Días de chateo y posteo fotolobloguial llevaron a la decisión de querer conocerla. Le dijo que le pasase a buscar en los barrios que vivía su tía Agatha, en el tercer piso de un edificio rojizo. Estaba postrado contra una muralla, con el cuerpo entumecido, haciendo las fuerzas para tocar el timbre. La presión vertical de la extremidad más utilizada por homo-sapiens permite la emisión eléctrica que es descargada sobre el diminuto martillo golpeador de campanas circulares de hierro. Al abrirse la puerta, el simio abatió abruptamente al rostro, colgándose de este. Formando la figura de las puntas de una estrella con ambas manos, inserta los dedos en sus ojos, emitiendo gran presión, privándole toda visión póstume. Entre penumbras, siente golpes en sus costillas por un rato antes de recibir el aparente martillazo que le quita la conciencia. Dentro de la habitación del vecino magnate pero sociopata, arrincona al pequeño simio, que le recuerda al programa del chimpancé colorido que lo atormentó en su niñéz por sus agudos colores y violentas alegorías a la alegría descerebrada. El derecho que le dió su raza por ser la que primó por sobre los otros animales, meras continuaciones conceptuales del símil a dios, permitió que patease repetidamente el cráneo del mico. De cuerpo a piso con cráneo apoyado a la muralla, la presión de la zapatilla contra el concreto revolvió los interiores del céfalo, acabando con su vida. Siente el despertar de una manera totalmente nueva; un despertar con los ojos cerrados eternamente. Un australiano le dice sandéses mientras camina alrededor. Está amarrado de todos los extremos con lo que se siente ser una soga muy áspera, heridas por doquier. Se encienden cinco motores y chillan llantas. La presion en los brazos y piernas emulan un crash dummie humano. En su última epifanía, imágenes en blanco y negro de videoclips ochenteros patean su trasero. Repentinamente, empieza a emanar anthrax por los ductos de aire del sitio. Los vecinos ven camiones militares marchar en fila, entrando al vecindario, luciendo colosos parlantes. Éstos emiten música de la banda anthrax. Obligándose a retroceder hasta los 15 años, Gregorio acepta el funeral perfecto de sentir a anthrax por más de un sentido. La lepra empezó a surtir su efecto, eferveciendo su estómago.
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