domingo, 25 de enero de 2009

Salmón vetado en la región de Magallanes. Decreto gubernamental de índole administrativo, pautado por las mentes peritas, de certeros estudios en la nuca. Esas nucas vociferan demonios hacia los engranajes que le dan vida a la máquina productiva de la costa. Nucas ahorcadas por iracundos pescadores. Salmón cocido, familias envenenadas, familias muertas. Cabezas decapitadas en cajas de cartón, acarreadas a oficinas de importantes y ocupados estadistas. Esposos ante la cabeza de sus conyugues en el escritorio de trabajo. Colegas desmayados, cabezas al basurero, conserjes trabajando. Vuelta a casa, cazuela, hijos, tele. Al medio de la noche, patadas a la puerta. Conserjes rehenes, a punta da cañón. Conserjes muertos, flotando en ríos sépticos. Ríos limpios, proyectos capitalistas, oh prístino Mapocho.
Un eco enorme pulsa en el pasillo. Los cubos que pueblan las murallas, el piso y el techo tiritan con las vibraciones que atraviesan la sala. Al fondo me miras con la mirada tenaz. Te despides, haces un gesto y pasas el umbral. El portazo hace estallar los cubos. Se derriten y pintan los rincones negro. A través de la oscuridad tanteo el suelo terroso de Arizona. El suelo de alquitrán me lleva a la tienda. El propio retenimiento personal del don de la palabra en un acto conecto del elevar las palabras y vomitarlas en el teclado, porque escribir es sanar, él lo sabe, él lo vive. Yo no lo sé, no sé si una sola vía sana. No sé si la vía está compuesta de pequeños caminillos entretejidos, puntuando esta autopista norteamericana a la que nos alineamos todos, en un unísono tal que perdemos el sueño, tratando de develar qué chucha sucede, por qué no llena este camino, qué chucha falta o soy yo el que camina este camino u otro es aquél. Porque te recuerdo yéndote hacia la casa de aquél amigo, el del humor matemático. Te recuerdo allí y me veo algo más prístino, algo más iluso, algo más trasparente. Eso era algo, algo era ahí, una postura certera. Ahora la incertidumbre abogó mis decisiones y me tiene acá encerrado, escribiendo sandeces para ver si ustedes la creen y me sopesan merecedor y acreedor de vida material. Mis talentos a sus servicios, para la manipulación que ustedes vean pertinentes. Ojala alguno despierte de esta oficina y busque esa teoría que nadie enseña. Está por ahí, se los aseguro, intronautas.
Una banda grunge tocó el otro día en el Callao’s. Dentro del público se encontraba la acreedora de un marcapasos. El pulso electrónico se alteró con la estática de la suela de sus zapatos acariciando nerviosamente la alfombra. El poder del riff y su acompañante le hacían la paciencia progresivamente angustiosa, que sostenía ya con el dedo meñique.

Ella tumbada en el piso y todos rodeándola, todos los banqueros y contadores. Un uniformado en terno levantaba el marco de sus lentes y leía el reloj de la misma mano mientras la otra presionaba la muñeca. Los golpes en la frente no la despertaron.

“A esta mujer le ha estallado el corazón”
Como no era constante, no se jactaba de ello. Ahora estaba seguro. Vio la hernia de su esposa con el ojo de la frente. La visión no acababa ahí. Veía al cartero dejar la cuenta atrasada del supermercado mañana por la mañana.

Caminaba por la acera de sus barrios. Mientras pasaba por el antro de apuestas nocturno, la panadería de la esquina, Henrietta le fastidiaba con la graduación de su hija que había sido tan hermosa, orgullosa de que su hija haga el paso del aula uniformada a la realización profesional. La visión se esfumó con Henrietta, que estaba esperando micro a esas horas de la noche. Dando media vuelta, pasó por la panadería, la foto de ella en el frontis del diario, hecha concreto y vigas. Ya no pudo escapar cuando se encontraba ardiendo ante el minotauro cósmico.

Ana entró a la habitación, no olvidando las advertencias del doctor. Tumbado en la cama, solo él y el pulso electrónico sonaban en aquél cubículo: blanco, sólido, perpetuo.

viernes, 23 de enero de 2009

El constante fluir vehicular que le da pulso a la ciudad me invita a la aventura como una metáfora visual; transporte vehicular mecánico, alimentado por el combustible que le sacan a las venas de la tierra, resquebrajadas en movimientos teutónicos que nosotros y nuestros hermanos asiáticos, al otro lado del globo, contenemos con esa arquitectura telúrica. Mi arquitectura parchada, violentada por los remezones, errabundea como un camello de guerra en un desierto, una marcha firme hacia el oasis que le alberga y después del apego le expulsa con aguas miasmáticas y ataques iraníes. Noble camello perpetuo y túrgido, en una marcha constante, agonizante, entropiíta. Venid a saciar al camello, venid a brindar en su gloria, compartamos nuestros camellos y acabemos con la soledad global que aplacamos en los casinos neones, con litros de alcohol en nuestras venas y orquídeas nocturnas que nos dejan al romper la banca.