domingo, 25 de enero de 2009
Un eco enorme pulsa en el pasillo. Los cubos que pueblan las murallas, el piso y el techo tiritan con las vibraciones que atraviesan la sala. Al fondo me miras con la mirada tenaz. Te despides, haces un gesto y pasas el umbral. El portazo hace estallar los cubos. Se derriten y pintan los rincones negro. A través de la oscuridad tanteo el suelo terroso de Arizona. El suelo de alquitrán me lleva a la tienda. El propio retenimiento personal del don de la palabra en un acto conecto del elevar las palabras y vomitarlas en el teclado, porque escribir es sanar, él lo sabe, él lo vive. Yo no lo sé, no sé si una sola vía sana. No sé si la vía está compuesta de pequeños caminillos entretejidos, puntuando esta autopista norteamericana a la que nos alineamos todos, en un unísono tal que perdemos el sueño, tratando de develar qué chucha sucede, por qué no llena este camino, qué chucha falta o soy yo el que camina este camino u otro es aquél. Porque te recuerdo yéndote hacia la casa de aquél amigo, el del humor matemático. Te recuerdo allí y me veo algo más prístino, algo más iluso, algo más trasparente. Eso era algo, algo era ahí, una postura certera. Ahora la incertidumbre abogó mis decisiones y me tiene acá encerrado, escribiendo sandeces para ver si ustedes la creen y me sopesan merecedor y acreedor de vida material. Mis talentos a sus servicios, para la manipulación que ustedes vean pertinentes. Ojala alguno despierte de esta oficina y busque esa teoría que nadie enseña. Está por ahí, se los aseguro, intronautas.
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