domingo, 25 de enero de 2009

Como no era constante, no se jactaba de ello. Ahora estaba seguro. Vio la hernia de su esposa con el ojo de la frente. La visión no acababa ahí. Veía al cartero dejar la cuenta atrasada del supermercado mañana por la mañana.

Caminaba por la acera de sus barrios. Mientras pasaba por el antro de apuestas nocturno, la panadería de la esquina, Henrietta le fastidiaba con la graduación de su hija que había sido tan hermosa, orgullosa de que su hija haga el paso del aula uniformada a la realización profesional. La visión se esfumó con Henrietta, que estaba esperando micro a esas horas de la noche. Dando media vuelta, pasó por la panadería, la foto de ella en el frontis del diario, hecha concreto y vigas. Ya no pudo escapar cuando se encontraba ardiendo ante el minotauro cósmico.

Ana entró a la habitación, no olvidando las advertencias del doctor. Tumbado en la cama, solo él y el pulso electrónico sonaban en aquél cubículo: blanco, sólido, perpetuo.

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